Ella todas las
mañanas, ya fuese a salir o a quedarse en casa, se maquillaba. Le disgustaba
verse la piel desnuda. Pero no era muy coqueta, en realidad, ni había sido algo
que hubiese hecho a menudo a lo largo de su vida. Empezaba dándose sombra en un
ojo, luego en el otro, se perfilaba el párpado y destacaba sus pestañas con
aquel rizador que venía en un estuche que le habían regalado sus amigas del
grupo de whatsapp. Después, se pintaba los labios, de rojo o rosa; nunca de
morado o púrpura, un color que detestaba. A continuación, se daba una buena
capa de maquillaje. Luego, con un cepillo, se ponía colorete, bien de colorete,
y, por último, se espolvoreaba la nariz. Ese era, quizá, su momento más feliz del
día, su único momento, pues poco después recibía la primera llamada de él.
—Perdona lo de ayer, estoy frustrado. Tú
no lo entiendes, no tienes un trabajo,
no sabes lo que es un jefe echándote el aliento en el cogote todo el día.
—No te preocupes. ¿Vendrás a comer?
—No lo sé.
Y colgaba. Pero no tardaba ni una hora
en volver a llamar, simplemente para constatar que estaba todo bajo control. Mientras,
ella se ocupaba de tener su pequeño mundo en orden. Él casi nunca comía en
casa, de manera que ella lo hacía sola, y cuando comía, porque no siempre tenía
hambre. “Él antes no era así”, decía a sus amigas por mensaje. “¿Por qué no le
dejas?”, le preguntaban. “¿Y qué haría entonces? Le necesito, y, aún con todos
sus defectos, le quiero. Y él me quiere pese a esos arranques que tiene. Es de
mucho carácter”. “Pero, ¿te ha tocado?”, le decían a veces. “No, eso nunca. Me
grita, a veces me llama puta… luego se arrepiente y se disculpa”.
Por la tarde, después de planchar las camisas
para él, se sentaba un rato a ver la tele, aunque siempre decía que ella no la
miraba, que sólo la ponía para que le hiciese compañía. Si hubiera tenido
hijos… Pero él no quiso, y hasta la obligó a abortar en dos ocasiones. Bueno,
tres. “Aquella no cuenta; fue porque tú te marchaste donde tu madre sin decirme
nada, y, con el frío, la criatura murió. Tú tuviste la culpa. Y de las otras,
también. ¿Por qué no tomaste las pastillas? Qué pasa, ¿que no sabes retener a
un hombre sin un hijo de por medio?”
Él llegaba a eso de las seis. Entraba en
casa sin saludar, se tumbaba en su sofá y esperaba a que ella le trajese un
café recién hecho y las zapatillas calientes.
—¿Qué quieres de cenar? —le preguntaba
ella.
—Nada, me voy al bar y pico algo allí.
Y se marchaba; a veces no volvía hasta
las doce o la una, aunque tuviera que levantarse a las siete la mañana
siguiente.
Y así llegaba el peor momento del día
para ella. Sí, pese a todo, aquel era el peor. A eso de las diez, frente al
espejo, se quitaba poco a poco el maquillaje y contemplaba noche tras noche
aquellos moretones que, a veces, le duraban semanas. Los ocultaba bajo una
gruesa capa para que nadie los viese, ni siquiera él. Especialmente él.
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