miércoles, 6 de julio de 2016

El nacimiento de Boluum

"...Hace mucho, mucho tiempo, cuando las estrellas brillaban con más libertad, hubo un rey que conoció, a través de una Anjana, el futuro que le esperaba a su patria.
       Un día de primavera, este rey, llamado Orlard, fue a cazar acompañado de su séquito por los agrestes bosques de Amnorian, el reino que gobernaba desde hacía unos años. Orlard era un cazador mediocre, y persiguió durante un rato a un ciervo al que creía malherido. Horas más tarde, desilusionado por no haber cazado a ese ciervo, quiso regresar con su séquito, pero se había perdido. Cansado ya de buscar, dio con un arroyo, y de pronto tuvo sed.
       Cuando iba a hundir sus manos en el agua para beber, distinguió reflejada en el río la temblorosa imagen de una Anjana que le observaba desde la orilla opuesta. El rey se sobresaltó y se quedó mirándola un rato.
       -¿Quién...quién sois? -preguntó algo nervioso.
       -Soy la Anjana Denice, del río Amno -contestó-, y estáis aquí porque vuestra vida y vuestro reino sufrirán un cambio profundo.
       -Es interesante lo que decís, y me gustaría de veras escucharlo, pero he de encontrar a mi séquito. Estarán muy preocupados.
       -Tranquilizaos. He detenido el tiempo, así que no temáis por este encuentro. Veréis, vuestra esposa la reina dará a luz un hijo en la noche más oscura del año. Ese niño llevará en su mente una misión: cuando sea coronado rey, levantará una gran ciudad allí donde una espada introduzca su filo en una roca. Será una noche en que haya dos lunas iluminando la oscuridad. Antes, la actual capital del reino, Amnorias, caerá en un cruento asedio a manos de los Bárdalos, que descenderán del norte esgrimiendo látigos de fuego.
       -Pero, ¿cómo podré detener esa amenaza? ¿Qué he de hacer?
       -Nada. El Destino ya ha trazado su línea, y un Mortal no puede borrarla. No olvidéis mi predicción, rey Orlard, o de lo contrario vuestro reino caerá en las Tinieblas.
       La Anjana desapareció y Orlard nunca supo más de ella.

       Al llegar la noche más oscura, la reina tuvo un hijo de piel cetrina y ojos negros como las plumas del cuervo. Le llamaron Érgond. Ese niño creció, y con el paso de los años se convirtió en un digno sucesor de su padre.
       Tiempo después, Orlard, que estaba en las puertas de la agonía, llamó a su hijo, al que todavía no había contado lo que le dijo la Anjana.
       -Hijo, hijo mío -dijo con la voz quebrada-, ya eres un hombre, un hombre que pronto será rey de Amnorian. Ha llegado el momento de confesarte algo que llevo callando mucho tiempo, y que debes saber sin más tardar, pues veo la muerte al fondo de esta habitación.
       -¿Qué es, padre?-preguntó impaciente.
       -Verás, hace muchos años...
       Y Orlard le contó todo cuanto sucedió.

        Días después, el rey moría en su lecho, al lado de su esposa, que lloró amargamente. Toda Amnorias lamentó la muerte de su señor, pero estaba dispuesta a recibir al nuevo monarca con todos los honores. Érgond fue coronado rey cuando la primavera teñía de colores los campos de Amnorian, y juró defender el reino hasta la muerte.
       Sin embargo, pronto tuvo que demostrar si su promesa era cierta, pues las hordas bárdalas invadieron Amnorian. El nuevo rey había preparado un poderoso ejército capaz de frenar la amenaza que descendía del norte, pero el enemigo arrasó a sangre y fuego el reino de punta a punta, y su capital, Amnorias, quedó parcialmente destruida en un terrible asedio que duró años. Érgond fue hecho prisionero, y cumplió su condena en los terribles calabozos de Ordosh, la fortaleza-capital de los Bárdalos. Allí conoció a Brúnther, un hombre de la raza de los Argundios, que el reino de Akadlath quería aniquilar a toda costa. Entre los dos urdieron un plan que les permitió escapar cuando estaban a punto de morir. El rey bárdalo Urlad, el Conquistador, mandó prender a los dos fugitivos por todos sus territorios, pero no consiguió apresarlos.
       Érgond y Brúnther llegaron hasta Amnorian, no sin antes librar algunas batallas con los esbirros de Urlad. Al llegar se encontraron con un reino devastado, donde los Bárdalos se movían a sus anchas y cometían toda clase de excesos: robos, violaciones, asesinatos, etc.
       Con los ojos cargados de furia, Érgond reunió a buena parte de su pueblo y logró ocultarse en Duathelgand. Esta fortaleza, situada al oeste de Amnorian, la levantaron los Argundios hace mucho, pero tuvieron que abandonarla cuando los Bárdalos iniciaron sus incursiones en Argungör, el reino de Brúnther. En Duathelgand, Érgond se hizo fuerte, y consiguió forjar muchas armas para combatir al enemigo invasor.

        Una noche, el dios Wot se le apareció en sueños a Érgond. Le dijo -o más bien le ordenó- que no cumpliese la misión que le había encomendado su padre, y si desafiaba su voluntad divina sería castigado. Por el contrario, si obedecía su orden, le concedería la inmortalidad, y un lugar en los Sitiales del Agör, donde se decide el destino de los mortales. Pero Érgond no aceptó las condiciones del dios Wot, y a la mañana siguiente partió con Brúnther en busca de una espada capaz de introducirse en una piedra. Consigo llevaría una escolta de veinte hombres para que la misión tuviese más posibilidades de éxito.
       La intención de Érgond era conseguir una espada sílfica, las únicas con el poder suficiente como para penetrar en cualquier superficie. El viaje los llevaría hasta el Bosque de Brand, situado en la Baja Cuma, al sur de las Tierras del Sur. En tal bosque vivían los Silfos Blancos, poseedores de una magia propia de dioses.
      Iniciaron el viaje a finales de noviembre, cuando el invierno acechaba ya oculto entre las Altas Montañas, cuyas faldas mostraban la capa de fina nieve que la noche había dejado. Los caballos avanzaron entre la escarcha, comandados por Érgond, que portaba su fría cota de anillos parcialmente oculta por un jubón azul. A su lado iba Brúnther, que llevaba las riendas de un hermoso corcel de la célebre Raza Orgullosa de Amnorian. Por fortuna no recibieron ataques de los Bárdalos, más preocupados de beber y organizar fiestas que de combatir.
       El invierno se dejó sentir cuando se acercaron a las primeras estribaciones de las Altas Montañas, el primer escollo que debían pasar. Unos jirones blanquecinos se descolgaron de las nubes, barrieron toda la región y dejaron tras de sí un palmo de nieve fresca que cubrió la débil escarcha. Comenzaron a ascender por las lomas de la cordillera, zigzagueando; el frío era muy intenso, y los caballos exhalaban vapor por sus bocas y narices. Pronto tuvieron que dejarlos, pues no podían cabalgar por la nieve, que se acumulaba en los ventisqueros en cantidades inmensas. Los nubarrones negros no desaparecían para su desgracia, y descargaron una importante nevada que casi los obliga a retroceder. Dos hombres murieron congelados, y ni siquiera pudieron cavar en su honor una tumba, pues no podían detenerse y arriesgarse a morir ellos también. Además, no había manera de encender un fuego, pues los maderos que habían traído para tal fin estaban tan húmedos que ni las llamaradas de un cúlebre los hubiera podido consumir.
       Érgond pensó, sin duda, que Wot tenía algo que ver con aquello, y que de alguna u otra manera había hecho reventar las nubes para que el camino les resultara más dificultoso. Aunque pareciera que no terminaban nunca, las montañas tenían un fin, un fin al que llegaron cuatro días después, en un verde valle poblado de pinos y abetos por donde corría un arroyo de aguas límpidas.
       -Allá abajo está Brand -señaló Érgond-. Recibiremos pronto su calor.
       La compañía descendió por los verdísimos campos de la Baja Cuma. El País de Brand no estaba lejos, aunque todavía tuvieron que enfrentar un nuevo peligro: ojáncanos. Ninguno sabía de la existencia de estos seres tan al sur, e inconscientemente se detuvieron a pasar la noche en un bosquecillo habitado por ojáncanos, cuyas cuevas estaban bien camufladas. La compañía se percató de un terrible hedor que venía de los alrededores, pero pensaron que se trataba de un animal muerto. Bien entrada la noche, los ojáncanos salieron a cazar, como era habitual en ellos. Portaban antorchas y enormes trancas armadas con una punta de hierro capaz de desgarrar la piel de cualquier animal por dura que fuese. Los soldados de Érgond dormían, y no habían puesto a nadie para que vigilara. Los ojáncanos olieron la carne fresca y rodearon la zona. Al grito del jefe atacaron sin compasión a los viajeros, que se vieron sorprendidos. La batalla fue tremenda, y sólo diez hombres salieron con vida, entre ellos el propio Érgond y Brúnther. Toda la noche corrieron sin rumbo fijo, y parte del día siguiente, hasta que dieron con otro bosque, mucho más grande y sobre todo mucho más hermoso. Era el célebre Bosque de Brand.
       Los diez entraron temerosos, pues no se fiaban ya de nada ni de nadie. Pronto unos Silfos los avistaron y salieron a su encuentro. Habían oído hablar de Érgond y sus aventuras, así que los recibieron cordialmente. Allí conocieron a los Señores de Brand, Erwieth e Isiim, que tantas canciones habían inspirado. Al contarles el motivo de su viaje, no dudaron en ofrecerles ayuda. Forjaron una espada para ellos, de nombre Lúthil, cuyo poder sólo era superado por la legendaria Deswath, quizá la espada más poderosa que jamás ha habido en Rodania (con permiso de Bétherend). Los Silfos Blancos los acompañaron hasta el puerto de Terach, donde cogieron un barco para no tener que cruzar de nuevo las montañas. Las velas de la nave que eligieron eran de hilos de oro, y los amarres de plata; la madera recién barnizada estaba, y los remos la empujaban a la velocidad del viento, que soplaba muy fuerte de poniente. Una terrible tormenta se desató en pleno mar; las olas pasaban por encima del barco, y tuvieron que recoger las velas para que no se rasgasen. Érgond no dudó que Wot de nuevo estaba detrás de todo esto, pero no se rindió, aun cuando la nave giró sobre sí misma y murieron tres hombres y dos Silfos. Érgond desafió a Wot logrando mantener la nave a flote. Rodearon la Península de Ponthian y arribaron a las costas de la Alta Cuma, cerca del Delta del Karonwath.
       Habían tenido muchas bajas, pero el objetivo estaba cumplido. En Duathelgand se hablaba de la muerte del rey y el resto de expedicionarios, pero estos estaban ya en las proximidades del Lago Oscuro, donde la noche se les echó encima. Entonces Érgond divisó en el cielo dos lunas de pálida luz, dos luces que indicaban el lugar en el que debía nacer la nueva capital de Amnorian, como así había predicho la Anjana y así su padre se lo había contado. Érgond desenfundó a Lúthil, y, en la primera roca que halló, hundió su filo, que al contacto con la piedra hizo que brotara una luz intensísima, tanto que cayeron al suelo casi cegados por su resplandor. Cuando despertaron por la mañana, vieron que estaban rodeados por un gran muro, y dentro del muro había algunas casas y un palacio. La profecía se había cumplido.
      
        Los Bárdalos se enteraron de la existencia de un foco resistente en Duathelgand. Allí mandó Urlad a sus huestes, pues quería destruir todo poso amnoriano que quedase en sus dominios. Pero Érgond llegó antes a Duathelgand, y logró sacar a todos sus súbditos de allí y llevarlos hasta la nueva ciudad. Cuando los Bárdalos tuvieron noticias del suceso, fueron a destruir la ciudad, tanto era el odio que sentían por los Amnorianos. Todo el ejército cargó contra los muros, pero eran tan grandes y poderosos que nada pudo derribarlos. Con las armas que habían forjado tiempo atrás, los Amnorianos, dirigidos por su rey Érgond, atacaron a unos desconcertados Bárdalos, que se vieron impotentes ante la nueva fortaleza. Las lanzas y las flechas volaron; las espadas brillaron y se mezclaron con la sangre. Tras varios días de lucha, los Bárdalos se retiraron ante la rabia de Urlad.
        En la nueva ciudad se celebró por todo lo alto la victoria sobre los Bárdalos. Allí el rey bautizó a la ciudad con el nombre de Boluum, Ciudad Amurallada en Lengua Ancestral, y todos los habitantes del reino lo aprobaron con júbilo. Así, Boluum se convirtió con el paso de los años en la ciudad más importante del Sur..."

lunes, 4 de julio de 2016

Comienza la aventura. Gracias, aladinos.

Así es, comienza la aventura del crowdfunding. Porque es una aventura. Arriesgada. Me juego mi credibilidad, como escritor y como persona capaz de afrontar un reto. Pero no conseguirlo no sería un fracaso. Una decepción, sí, pero nunca un fracaso.

       Cuando decidí afrontar este reto no sabía muy bien dónde me metía. Lograr reunir a un grupo tan grande de personas para que te apoyen no sólo supone un reto, también una responsabilidad: he de responder por ellos y ante ellos. Serán partícipes, además, del proyecto desde su comienzo, verán crecer a la criatura -de producirse el nacimiento final-, desarrollarse y convertirse en una novela, en un sueño. Porque quizá lo que ahora esté viviendo sea el sueño de un sueño. No me gusta llamarlos -llamaros- mecenas; sois más bien mis "aladinos": habéis frotado la lámpara y ahora toca que el genio me conceda el deseo.

       Queda mucho aún, nos estaremos -y hablaré en primera persona del plural- moviendo en el filo de la navaja, habrá momentos de angustia, de esperanza, de miedo, de ilusión, de euforia, de tristeza... Una gran bola de sentimientos varios que nos harán vivir un mes muy especial. Porque creo que entre un autor y sus aladinos se forja un vínculo muy especial, un vínculo cuyo último fin será la publicación de la novela, pero que, ni mucho menos, acabará ahí: espero que muchos de vosotros, aladinos, acabéis siendo mis amigos -muchos ya lo sois de hecho.